Cuando aquél amigo de la infancia me citó en un café del centro de la ciudad, en realidad no sabía qué esperar. Es cierto que no lo había dejado de ver desde la preparatoria y por lo tanto no se trataba de ningún reencuentro emotivo; aunque trabajábamos juntos, también es cierto que, cuando me llamó por teléfono para concertar la cita, su voz estaba quebradiza y no parecía hablar del trabajo; la entonación con la que se dirigía a mí evocaba las tardes lluviosas de Durango, nuestra ciudad natal. En cualquier caso no tenía razones para rechazar el encuentro, así que lo que restaba del día me dediqué a girar las ordenes necesarias a mis subalternos para que pudieran continuar con sus labores a pesar de mi ausencia.
Al llegar al restaurante, mi amigo ya estaba ahí, meditabundo, sin prestar demasiada atención al mundo que le rodeaba; mi preocupación creció: ¿pasaba algo malo? Su madre había tenido problemas de salud en las últimas semanas y temí que tal vez me daría la mala noticia de su muerte. Me senté alterando su ensimismamiento y me saludó entonces con un entusiasmo inusitado para quienes se ven la cara por lo menos una vez por semana. Intercambiamos las cortesías pertinentes e inmediatamente después mi mirada inquisitiva lo obligó a pasar directamente al grano:
- el fin de semana estuve en Durango, paseando. Últimamente, conforme se acerca mi cumpleaños número sesenta, mi cabeza regresa cada vez más frecuentemente a la juventud, ¿sabes? Es interesante cómo muchos recuerdos guardados en recónditas esquinas de la memoria fluyen a la superficie impulsados tan sólo por el tiempo y la vejez... como si con cada año que pasa la lampara de tu conciencia alumbrara más, dejando así pocos rincones oscuros dentro de tu cabeza... o como si las paredes de la casa de tu mente se derrumbaran como una construcción abandonada hace ya mucho tiempo.
Caminé por las calles trayendo a cada momento recuerdos de la secundaria y la prepa. ¿recuerdas cuando peleamos contra los del tecnológico junto al kiosco, frente a catedral? ¿recuerdas los burritos de la cremería Durango que comíamos al salir de clases? Yo no puedo olvidar la cara de Remo -nuestro maestro de física- cuando llegó a sus oídos la noticia de que nosotros sus peores alumnos salíamos con su hija. Tantas experiencias dejadas de lado por un vacuo deseo de salir adelante... pero... es correcto ¿no?... No podemos quedarnos atrapados en una época, por más hermosa que ésta haya sido, por más profundas que sean en nuestra piel las cicatrices dejadas por incontables peleas a favor de nuestros ideales. Solo puedo rememorar la cara de los policías municipales, mirándonos con desprecio cuando tomamos la mina del cerro del mercado. Solo puedo reconocer la obra de jóvenes comprometidos con sus ideas, marchando al son de un mundo en donde haya más oportunidades para todos. Solo puedo pensar ahora en las caras de tantos viejos, qué han olvidado todo por lo que lucharon, que fueron endorsados junto con escritorios nuevos y vendidos a aquellos que tanto odiamos tan solo unos meses antes. ¿porqué olvidamos eso, Alfonso? ¿porqué olvidamos quienes eran los enemigos y quienes eran los amigos? ¿porqué abandonamos Durango, ese lugar que tanto luchamos por mejorar? A veces, cuando cerraba los ojos, veía las fiestas, y los discos, y los pupitres, y las muchachas... todo eso dejado atrás.
-bebió un poco de agua y detuvo al mesero. Ordenamos nuestros platillos (que por cierto, a mí me parecieron copiosos para la ocasión) y mi amigo continuó charlando.
-uno de esos días consumidos por la nostalgia, fui a recorrer asilos buscando uno para mi mamá que, como sabes, ha estado teniendo problemas graves de salud... en realidad su edad no le ayuda y no creo que esté mucho tiempo más con nosotros, así que he decidido brindarle lo mejor en sus últimos días, para que pueda morir en tranquilidad.
Recorrí Todo tipo de Asilos, encontrando siempre algo que me hacía creerlo no merecedor de mi madre e impulsándome a tacharlo en la lista y dirigirme pues, al siguiente. Ojalá todo hubiera sido tan sencillo como buscar un lugar decente, pero dios sabe que lo que me esperaba rayaba fuera de toda cordura y sería capaz de empujar a cualquier hombre más allá del lugar seguro en el que se ha establecido su psique. Debí haberlo presentido cuando una oscura nube se posó sobre el edificio del Asilo santa Cecilia, transformando ese palacio colonial en la sombría guarida regional de los inquisidores españoles que en otros tiempos albergó, pero mi cabeza está demasiado desconectada de lo que en realidad importa y me he vuelto insensible a las advertencias del destino.
Al principio todo fue como en cualquier otro de los lugares que había visitado; unas enfermeras amables, tratando de venderme un servicio con su mejor cara, bestias hambrientas de mi dinero. sí señor, aquí amamos a los viejitos decían, tenemos toda la tecnología de última generación para atender a su querido familiar, articulaban con sus labios llenos de mentiras aseveraciones que ni siquiera ellas creen ciertas. Rumbo a los cuartos, los pasillos asépticos confirmaban a mi oído la tristeza general que se sentía en el aire. Observé las instalaciones sin ningún interés, como quien ya no tiene nada que perder. Había señoras ancianas y hombres conectados a respiradores artificiales. Había gente sin vida en los ojos, pero que caminaban de un lado a otro apoyados en andaderas metálicas con sus cortos pasos y sus inseguros temblores.
Caminaba entre tanta decadencia cuando escuché un grito, apagado, cenizo y del que no pude descifrar su origen, diciendo mi nombre.... ¡José!.... ¡¡José!!.
El doctor que me acompañaba, de inmediato corrió sobre el pasillo y entró en una de las habitaciones que habíamos visitado. Dubitatívamente al principio, lo seguí, intentando que mis pasos fueran firmes a pesar del miedo que me consumía.
Ahí, en una cama, alumbrado con la mortecina luz que entraba por la ventaja, había un viejo conectado a un aparato, mirándome fijamente. El doctor se dirigió hacia él, revisando sus signos vitales mientras que yo no me podía sacudir su mirada. Sin querer, encontré sus ojos y entonces comprendí todo. Como si me perdiera en las profundidades de sus nebulosas pupilas, sentí estrellarme contra el suelo de los recuerdos; Gabo, quién me prestaba su bicicleta porque los reyes magos sí llegaban a su casa con bicicletas, y no con los carritos de cascaroletas que hacía don Chuy que me traían a mí. Gabo, quién nos invitaba a su casa a organizar la toma de la prepa. Gabo, carajo.
Apenas podía hablar, su voz parecía más un gemido que la de aquél chico robusto y moreno que era nuestro amigo en la escuela. A pesar de que no dijimos mucho, todo quedó establecido dentro de nuestros corazones. Cuando le tomé la mano y prometí que lo iría a visitar y que no lo olvidaría, me soltó, se señalo a si mismo y luego hizo un gesto, enloquecido, señalando con su pulgar hacia el suelo... yo rompí en llanto, olvidando por completo el protocolo caballeresco que se supone debemos de seguir... pero rezando por un amigo entre sollozo y sollozo.
Se acordaba de ti Alfonso. Le dije que te seguía viendo e hizo acercar mi oído a su boca, entonces te mandó un mensaje: dile que se acuerde de la película. Y listo. Luego no dijo nada más... yo mojé su bata con los algarrobos de lágrimas que brotaban de mis ojos. Al salir, el doctor estaba sorprendido y mientras me acompañaba a la puerta principal me comentó que Gabo desde hacía nueve meses, cuando lo internaron, no había hablado...
Cuando mi amigo terminó de hablar, las lágrimas habían regresado a su rostro, escurriendo por sus ojeras hacia la nariz y terminando extraviadas en las comisuras de sus labios. Él me observaba con una cara de triste ternura que abría camino hasta mi corazón, exaltado por tan emotivo momento.
Yo también recordaba a Gabo, pero con menos sentido del querer, supongo... tan sólo me molestaba ese enigma planteado, hacía algunos días, con mi nombre escrito en él: dile que se acuerde de la película.
El cine siempre fue mi fascinación y ahora que me dedico a filmar, las películas pueblan por millares mi cabeza ¿a qué película se refería Gabo? Hasta donde mi memoria reconocía, nunca filmé nada con él, tomando en cuenta que cuando lo dejé de ver ni siquiera había comenzado mis estudios profesionales. Toda esa tarde estuve evocando los filmes de mi adolescencia, buscando una referencia minúscula que me indicara la solución a tan siniestro saludo.
Al anochecer, dando vueltas en la cama, seguía sin poder conectar los hechos y los recuerdos. Recorrí de cabo a rabo los sets de las películas de vaqueros que conocí cuando tuve 15 años, repasé los encuadres de los momentos que juré que nunca olvidaría, y nada. De pronto la cara anciana de Gabo, que por cierto desconocía, me lo dijo todo. recuerda la película...
Era 1971 y estábamos todos en la preparatoria de la universidad Juárez de Durango. El cocacolo había destruido unos camiones del tecnológico y ahora venían las hordas porriles a cobrar venganza. Como yo era un líder estudiantil, el rector me mandó llamar. Alfonso -me dijo- no quiero tener un incidente, por favor saca a los estudiantes de aquí. Eviten la confrontación, porque ellos vienen armados y no podemos permitirnos el lujo de tener heridos de bala en la prepa; toma este dinero y lleva a todos los que puedas al cine, aléjalos, por el amor de dios, me dio un fajo de billetes y entonces salí de la oficina. Por un lado no me apetecía obedecer a la autoridad, pero por el otro era cierto que, si ellos venían armados, nosotros deberíamos escapar... quién sabe de qué podían ser capaces los del tecnológico, así que me dirigí a evacuar la prepa. Mi experiencia manejando masas estudiantiles era buena, por lo que no representó demasiado trabajo para mí y algo más de una hora después, tenía a la mitad de la prepa en la gigantesca sala del cine Luxor, esquina de Patoni e Hidalgo. La película era española y retrataba, como no podía ser mejor, un par de preparatorianos republicanos que lucharon por la misma causa, y luego se encontraban , años después, maltratados por la vida. Y se abrazaban. Y recordaban la guerra. Y lloraban.
En algún momento de la película, Gabo, que en ese entonces era de mis amigos más cercanos, se me acercó y me dijo Conejo, tú y yo somos como ellos... Si en algún momento nos dejamos de ver y nos separamos, solo... acuérdate dela película, porque siempre regresaremos el uno al otro... porque somos así, amigos. Luego me abrazó.
Cuando todos esos recuerdos se agolparon en mi mente, no supe qué hacer. Veía el oscuro techo de mi cuarto, iluminado apenas por las luces rojas del despertador. Un gran nudo comenzó a nacer en mi garganta y me sentí enfermo de tristeza. Luego volvió la cara de Gabo, anciano, calvo, delgado, horroroso, a punto de apagarse. Sus ojos evocaban la muerte con los extremos apuntando hacia la tierra, su última morada. Su voz quebradiza y su piel color gris pedían piedad a gritos, pedían descanso eterno. Pero tenia una sonrisa cómplice, que me me dirigía solo a mí.
Pronto morirá y yo no podré verlo. Recuerdo a los protagonistas de la película, abrazándose y recordando. Yo recuerdo solo. Nunca más abrazaré a Gabo. Demonios.
¿porqué no todo es cómo en las películas?
Bello.
Escrito por Demian a las 29 de Agosto 2008 a las 06:27 AM