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4 de Mayo 2008

El tao de la cabeza que lloraba.

Cuenta la leyenda que cuando Shohu decidió planear el golpe de aquellos que no debemos de mencionar, las intrigas de corte subieron tanto de tono que prontamente estas ideas llegaron a oídos del emperador quién mandó a su más despiadado verdugo a hacerle cumplir su destino.
El verdugo, cuyo nombre se conoce como Asobu, viajó Jovial durante cinco días, pensando en vaguedades del palacio. Él nunca había tenido problemas con su siniestra ocupación, las cabezas que rodaban bajo el filo de su katana no eran mas que las cabezas que rodaban bajo el filo de la katana de todos y cada uno de los hantei; él era un elemento catalizador, él era la justicia. “Sin mí -decía cada vez que la hoja de acero bajaba rápidamente para decapitar a un traidor- el imperio se desmoronaría por aquellos que desconocen su lugar en el tejido de la realidad.” Cumplía con la voluntad del emperador, cumplía con la voluntad del cielo.
Cuando llegó al castillo donde habitó Shohu toda su vida y cuyo nombre hoy ha caído en desgracia, el malogrado señor lo recibió con la amargura del que reconoce el último amanecer en el horizonte. Asobu le entregó los documentos sellados con una enorme flor de loto mediante los cuales se decretaba su muerte por traición al emperador y se le condenaba a ser borrado de los árboles familiares, a ser ignorado en las puertas de Meido. Shohu leyó y releyó cada palabra por lo menos siete veces, una por cada clan mayor, y, lleno de tristeza, tomó la decisión de ser ejecutado esa misma tarde; no encontró sentido en retrasar lo inevitable.
Reunió a sus herederos y les explicó sus pecados, pidiéndoles que no los repitieran. Con la frente en el suelo, habiendo dejado ya todo rastro de dignidad y honor atrás, rogó por ser olvidado, les rogó que nunca supieran sus nietos nada sobre la desgracia de su pobre abuelo; rogó porque sus habitaciones fueran destruidas y sus pertenencias personales quemadas; rogó porque su nombre se perdiera en las brumas del tiempo y sólo así Dama sol le concediera a su familia la dicha de no morir aplastada por la espada implacable del emperador. Juntó a sus concubinas y les pidió que mataran a los hijos de los que estuvieran preñadas; nadie debía cargar con la vergüenza que sólo a él le correspondía.
Después de dejar en orden sus asuntos familiares lo vistieron con una hakama blanca, y todos los habitantes del palacio repitieron el gesto; por una tarde aquello se convirtió en un funeral de proporciones épicas; por una tarde, todo un clan lloraría a Shohu.
Shohu llegó al cadalso y se puso de rodillas. Asobu levantó la katana sobre su cabeza mientras recordaba todas las muertes que así había provocado. Repasando rápidamente el sonido del acero que atraviesa el cuello de gente que alguna fue importante, se dio cuenta de que lo disfrutaba. Todos deberían de morir como personas valientes, como samurais -se decía- y nunca había mostrado un gesto de piedad en sus ejecuciones, pues creía que ningún samurai era tan bajo como merecerla.
Cuando Shohu terminó sus últimos pensamientos, ordenó se le trajera un pincel y él más fino papel del castillo; luego podrían quemar aquellas palabras, pero hoy serían las más importantes en todo el imperio. Asobu siempre creyó que cualquier cosa fuera del ritual era parafernalia de mal gusto, pero, al fin y al cabo, su víctima hoy no sería un samurai cualquiera, sino un daimyo en persona. Dudó un poco, pero decidió no humillar al señor en su propio castillo, frente a sus propios hijos, y no objetó nada ante semejante voluntad.
Shohu miró el papel por unos segundos. Luego entintó el pincel y con una movimiento que sólo aquél que ha estudiado toda su vida este momento puede tener, lo puso sobre la blanca superficie frente a él. Entonces comenzó la pesadilla.

En lugar de escribir, el escorpión se quedó quieto. Tras largos segundos así, su mano comenzó a temblar. En el imponente silencio de la sala se escuchó un gemido, y luego otro, y luego otro, hasta que por fin cayó una lagrima sobre el papel, corriendo la tinta negra, rompiendo todo ritual.
Shohu levantó su cara hacia el verdugo, que la contempló con horror. Los gestos, antes estoicos del daimyo, ahora se confundían en una gran bola roja, húmeda y gimiente que balbuceaba piedad mientras se agitaba. Todos los escorpiones de la sala quedaron horrorizados. Los samurais se dieron la media vuelta y bajaron la cabeza. Las concubinas lloraron de vergüenza, inundadas de pena ajena.
Asobu solo miró, aterrorizado y sin saber qué hacer. El escorpión moqueaba y respiraba con dificultad además de contorsionar su boca cual un niño de dos años. Y Asobu no pudo, no podía cortar esa cabeza así.
Aunque siempre consideró que los verdugos que cubren la cara del condenado eran debíles, en ese momento no encontró otra manera de acabar su trabajo. Ordenó a gritos una bolsa y sin contemplación la puso sobre la cabeza de su víctima. Luego, entre prisas y horrores, cortó la cabeza y lo gemidos callaron. Cuando la sala estuvo en silencio de nuevo, él se sintió tranquilo. Tomó la cabeza, la miró a los ojos y en ese momento un calosfrío recorrió su espina, pues quedó grabado en el rictus mortuorio la cara del daimyo llorando, un hombre que perdió absolutamente todo honor.
Sin querer quedarse más en ese castillo, apresuró su salida y, el mismo día de su llegada, comenzó el regreso. Cabalgó de noche, a toda velocidad. La noche era una noche despejada, con señor onnotagu asomando entre las copas de los árboles, pero no por eso dejaba de ser una noche tranquila, o al menos eso creía él. A las pocas horas de haber comenzado el viaje, escuchó un sonido casi inaudible que venía de la bolsa para cabezas; era un quejido. Culpando al cansancio por sus alucinaciones, trató de ignorarlo y siguió cabalgando, sin tregua con el camino. Pero el quejido no callaba e incluso sentía que crecía. Se detuvo a acomodar la bolsa -seguramente era cómo rozaba con las alforjas lo que provocaba aquel insoportable ruido- pero el sonido seguía. Decidió llevar la bolsa en la mano, pero el sonido seguía. La envolvió en todo su equipaje y la empujó al fondo de sus paquetes, pero el sonido seguía. Cuando amaneció por fin, Asobu -víctima del cansancio físico y mental más absoluto- se detuvo en una posada del camino.
Soñó que estaba vestido completamente de blanco, en una celda, donde se escuchaban llantos por todas partes; llantos de mujeres, llantos de niños; llantos de samurai; llantos de campesinos; llantos de dragones y de caballos. Entonces llegó a su celda un guardia lloroso, que lo condujo al cadalso. Una multitud en lágrimas lo contemplaba y Asobu se sentía víctima de la tristeza de su muerte. De pronto, detrás de él apareció un demonio vestido de seda llorando mientras empuñaba la katana. Levantó el filo sobre su cabeza. Asobu despertó.
Era poco antes de medio día, por lo que había dormido mucho más de lo que tenía planeado, pero se sentía descansado y más tranquilo que la noche anterior, así que decidió continuar su viaje luego de rezar a todas las fortunas. Una lluvia ligera caía sobre el camino imperial cuando, al empezar el atardecer, comenzaron de nuevo los gemidos de la cabeza. Temiéndose lo peor, Asobu buscó una posada donde pasar la noche pero la luz de las farolas de papel no se veía por ningún lado.
Cabalgó sobre el camino perdiendo cada vez más la paciencia, y entre más oscurecía más fuertes eran los quejidos de la cabeza. La noche anterior habían sido solo gemidos ininteligibles; hoy era un llanto en forma, el llanto de un samurai. Cada vez que el dolor hacia presa de la cabeza, un grito horroroso se colaba por los oídos de Asobu, empujándolo a límites que desconocía hasta ese momento.
En medio de la noche, con una lluvia torrencial y un ánimo que rayaba el frenesí se detuvo y observó la cabeza; las gotas caídas del cielo rodaban por sus mejillas y seguía teniendo esa infame expresión de dolor, de desgracia. “pocas cosas son peores que ver un samurai llorar” se repitió Asobu entre murmullos de locura el resto de la noche, mientras cruzaba los caminos. Ahí fue cuando perdió noción del tiempo.
Cabalgó con el sol y la luna, bajo un aguacero permanente, sin llegar a ningún lugar; cruzaba parajes desolados y pueblos en ruinas; cruzaba templos cuyos monjes se veían enloquecidos y caminos abandonados hacía mucho tiempo; cruzaba puentes a punto de caer y bosques con árboles que le decían al oído cosas que nadie debería de saber. En todos y cada uno de esos lugares, la cabeza chillaba con el horror de los hombres que se saben patéticos.
Asobu creía llevar más de nueve días cabalgando, y no sabía donde estaba ni a donde iba; solo entonces comprendió que, mientras la cabeza llorará, el no llegaría a ninguna parte y con miedo de convertirse así en un espíritu errante, decidió hacerse él mismo cargo de aquello.
Junto al camino encontró un pozo de piedra, donde se detuvo. Se refrescó a él y a su caballo, respiró profundo y sacó la cabeza. La mirada de Shohu era tan perturbadora como el el último día que estuvo adherida a su cuello. Entonces tomó un pequeño cuchillo y empezó a trabajar. Cortó sus labios, reacomodó sus párpados, volteó sus mejillas y descubrió sus dientes. Cuando terminó, después de horas de manipular la cara del antiguo daimyo escorpión, esta mostraba una sádica sonrisa enmarcada por cicatrices y cortadas. Faltaban algunos pedazos de labio, y su mirada era desorbitada, pero no importó; la cabeza sonreía y, lo más importante, ya no gemía. Casi en éxtasis dejó la cabeza sobre el borde del pozo y se dispuso a dormir una siesta, que por primera vez en varios días resultó ser tranquila; soñó de nuevo con las vaguedades de palacio, los banquetes y las fiestas, las cortesanas y los colores.
Cuando despertó, ya no llovía, el cielo estaba despejado. Acomodó sus cosas de nuevo en las alforjas y se dispuso a partir, pero de pronto notó la ausencia de la cabeza. Asustado la buscó por el campo y no la encontró. Cuando la desesperación invadía su ser, atinó a asomarse al pozo, donde la cabeza flotaba, hinchada por el agua, mirándolo fijamente con esa siniestra sonrisa. El verdugo rió para sus adentros y se reprochó por ser tan supersticioso; las cabezas no caminan, se decía mientras buscaba ramas largas para construir un artilugio con el cual sacar la cabeza del pozo. Luego de intentarlo toda una tarde, lo logró con la ayuda de los monjes de un templo cercano, quienes no encontraron más honor que ayudar a un samurai en momentos difíciles. Cabalgó rumbo a Otosan uchi y se descubrí a escasas horas de viajes, a donde arribó ya bien entrada la noche.
Entregó la cabeza a su superior, quién la miró con desprecio.
Al día siguiente, el verdugo favorito del emperador fue juzgado por traición. La historia que se blandía en su contra es que el despreciable Shohu lo había seducido con mujeres y riquezas, comprando así su lealtad, y su vida. Asobu entonces mató a un campesino y desfiguró su cara, para que resultara irreconocible ante los oficiales, pero estos no eran tan ingenuos. Siendo participe de la justicia imperial, el verdugo sabía que no tenía oportunidad, así que aceptó su destino con frustración. Al día siguiente fue decapitado, mientras lloraba. La justicia imperial se probó correcta, pues unos pocos días después, Shohu en persona lideró las tropas que tomaron por asalto Otosan uchi, y él mismo mató al emperador.
Asobu, víctima de las circunstancias, veía desde las puertas de Meido como algunos ponen cabezas ajenas sobre sus hombros. La sonriente cabeza de Shohu, -de el que él sabía era Shohu-, lo siguió y lo seguirá hasta el fin de los tiempos.
Y tú samurai... ¿de quién es la cabeza que tienes sobre los hombros?
basado en una leyenda Turca

Escrito por Rho NivonoG a las 4 de Mayo 2008 a las 08:24 PM
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