...Antonella y yo nos levantamos no tan temprano en aquel hotel de paredes naranjas, pero intentamos marchamos lo más pronto pronto posible. Habiendo llenado el carro con nuestros equipajes y saldado la cuenta, emprendimos el camino rumbo al istmo con la firme convicción de desayunar en la carretera. Unos kilómetros después la repentina decisión de tomar la desviación hacia Teotitlán del valle torció nuestra ruta a una estrecha pista en linea recta; las motocicletas hindúes inundaban el paisaje de la cotidianidad local, construyendo lágrimas ausentes entre sus conductores. La llegada al mercado del pueblo engendró un tianguis donde adquirimos guayabas y mandarinas que me acompañaron en el carro otras varias semanas. La iglesia principal mostraba en su fachada restos de relieve prehispánicos; cada vez que Antonella las fotografiaba decía "oh sí, oh sí, allá vamos, vamos allá" presa de una tranquila forma de emocionarse hasta la punta de la lengua.
De vuelta al auto, este estaba bloqueado por una camioneta, por lo que esperamos un rato hasta que un local se dirigió a nosotros: "la camioneta es de un señor que vende pan en el mercado; él es así, debes de ir con él y decirle que la mueva, él es así, el único en todo el pueblo capaz de encerrarlos, él es así..." y lo repetía una y otra vez, por lo que fui a pedirle a quien era así que moviera su camioneta. Lo hizo a desgana.
En un plish-plash regresamos allá, a la autopista, que rápidamente se tornó en un amasijo de curvas tenebrosas plagadas por camiones; yo sólo pensaba "oh no, oh no" en cada curva e imaginaba el precipicio ceñirse sobre el vehículo a la derecha. Ala mitad del camino Antonella vomitó. Nos detuvimos en una hacienda del camino. Ahí descansamos tirados sobre la grava de la entrada mientras las señoras que venden coca cola en medio de la anda nos miraban extrañadas. Media hora después decidimos rodar de nuevo y abandonar la grava y el sol que nos cobijó.
Presa de un frenesí, tomé la carretera de tan solo dos carriles a cientoveinte, dejando los camiones con un zumbido a mis espaldas y sintiendo presión sobre el estómago con cada curva. Ella dormía. Para cuando alcanzamos Tehuantepec el auto se había convertido en un enorme mastodonte blanco y japonés que yo cogía con las manos impregnadas sobre el volante. Cruzamos un puente y solo entonces notamos que recorríamos la mítica carretera panamericana, trazo de sueños neon para todo la generación beat, desde Alaska hasta Patagonia.
Tehuantepec era una ciudad caótica, llena de ruido y peste a podredumbre y agua estancada, pero llena de colores. Todo el centro cedía lugar aun tianguis que miraba receloso a los extranjeros como nosotros. Por las estrechas callejuelas circulaban motocicletas arrastrando plataformas donde los locales de pie viajan a su destino. Estas motocicletas estaban adornadas con grecas de vibrante color, colguijes, santos y leyendas sobre su único faro.
El ayuntamiento era un casco de hacienda a medio derruir. Conforme caminábamos sentimos las miradas pesadas y escuchamos los comentarios en náhuatl sobre nosotros. Las fotografías que tomamos les molestaban y la actitud era desafiante. En un café internet Antonella charló con su madre mientras yo revisaba mapas y lugares cercanos en wikipedia. Comimos en una fuente de sodas y emprendimos la huida rumbo a Juchitán. Sin darnos cuenta entramos en una enorme planicie y una carretera recta bordeada por palmeras. El cielo era azul profundo y podía sentir la vibración de la belleza en mi espíritu; de repente la radio se distorsionó y cuando volvimos a escuchar, emitía voces y canciones en zapoteco, que me daba un ligero aire a japonés ininteligible. Cruzamos otro puente. Habíamos llegado a Juchitán.
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