Creo que me miras. Desde aquí, eso parece. Siento tu mirada como un peso más en la espalda. Me impide caminar. El sol abrasa mi cara y me detengo. Tu mirada sigue clavada en mí, dándome jaqueca ¿Cómo seguir, si me estás mirando? ¿Cómo marcharme? Si me fui porque no me mirabas y ahora lo haces, ¿debo regresar?
Doy media vuelta. Mis ojos se llenan de luz. Tomo tu mirada entre mis manos y me guío de ella como si fuera una cuerda. Camino hacia ti, sonriendo. Me falta la mitad del camino.
De pronto aquel hilo se rompe. Estoy a poca distancia de ti y no me miras. No puedo dejar de gritar y, sin embargo, no me escuchas.
Estás, como de costumbre, inmerso en tu burbuja. Sonríes como si nada. Nadie te mira, sólo yo. Hay un enorme agujero bajo esa sonrisa. No me miras. Crees que todos te miran, pero no. Sólo yo
Creí que me mirabas. Desde allí, eso parecía. Podía sentir tu mirada como un peso más en mi espalda. Me impedía caminar. O quizá no. Quizá nunca me miraste. Quizá sólo era mi deseo, que se hizo tan grande que pude sentirlo rodeándome. Quizá eras tú, que me mirabas sonriendo porque al fin me iba. Quizás era una mirada de lástima de despedida, de consolación.
Estoy aquí de regreso. Sumergida en esta dulce laguna. Pero tu estás dentro de esa burbuja de aire que jamás se romperá. No quiero salir a la superficie, prefiero quedarme aquí, mirándote. Quizá me ahogue algún día, y pueda entonces alejarme sin sentir tu mirada