Normalmente, para estos momentos ella ya estaba llena de envidia otra vez. Envidia escurriendo de sus ojos, deslizándose a través de su garganta, emanando de su boca. Lo natural era que le doliera el cuerpo poseído por la envidia. Que volviera a los reproches. Es tu culpa, por supuesto. Rompiste la promesa, no seguiste las instrucciones claramente, paso-a-paso, te alejaste de lo que habíamos acordado era lo mejor. Ahora he aquí las consecuencias.
Y la envidia fluía, hacia abajo, siempre hacia abajo, o más bien hacia afuera. Sobre todo eso, HACIA AFUERA. Un día el flujo terminaría y ella sería perfecta. Siendo perfecta no habría nada que envidiarle a nadie, claro está. Terminaría el tormento. Nunca más el descontrol.
Pero ahora el error era obvio, los números se habían disparado, la carrera recomenzaba con varios metros de desventaja. El tiempo lo sabía, y se cernía alrededor de su figura para después tornarse borroso, incomprensible, inexplicable. Para dejarla perdida, insinuarle el descontrol, llenarla de envidia. Hacerla dudar cada vez más del dominio de aquel cuerpo suyo saturado de envidia, nublarle la visión....
Los sentidos volvieron a funcionarle cuando cayó la última gota de envidia. Los recobró con el sonido del líquido al caer, con la forma de las ondas que provocó la caída. Segundos más tarde, al desvanecerse las ondas, su rostro. Su rostro reflejado allí abajo, con aquel gesto devastador. Pero eso era lo de menos. La cosa era dejar salir la envidia. Estaba fuera de ella ahora, y el tiempo de nuevo tomaba dirección. Ahora, que es cuando importa, ya no había descontrol. Todo era claro. Cualquier otro error tenía una sencilla solución.
Cuando sientas envidia, pensó, sácala por la boca. Y sonrió con su sonrisa ahora perfecta.